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Postal urbana

Vivo en una ciudad ruidosa, desordenada, taciturna. Una ciudad con demasiada gente, demasiados taxis, demasiada bronca. Una ciudad que ostenta sus contrastes y sus miserias; que reproduce la geografía de la desigualdad con un ecuador que acá se llama Rivadavia.

Vivo en una ciudad de baldosas flojas, de caras tristes mirando el suelo y ojos que miran pero no ven, porque siempre están yendo a otro lado.

Una ciudad-grito que implosiona cuando quiere explotar, que amenaza con escupir cemento y convertirnos a todos en lo que ya somos: seres sombríos, cansados, indiferentes; indignados que se acostumbraron a la rutina y refunfuñan por lo bajo, con la cabeza gacha y arrastrando los pies.

Vivo en una ciudad alienada y alienante; la oficina de los burócratas, la meca de los desposeídos, el refugio de los bohemios. La decepción de todos los que vinieron en busca de oportunidades, amor, aventuras; y se quedaron, a pesar de reincidir en el desencanto, porque una ciudad así te convence de que si te vas, ya no querrás volver.

Pero esta misma ciudad, atormentada como está por malhumores de bondi, este gran cementerio de tiempos muertos, esta ciudad-laberinto que mira al este pero nunca ve el amanecer… esta misma ciudad que te seduce hasta que duele, que te tienta y que te expulsa, cada tanto (si sabés mirar) te regala postales que despabilan a un alma anestesiada y conmueven a un corazón endurecido.


Existen, para quienes todavía se permiten bajar la guardia, misterios ocasionales, descubrimientos inesperados en esquinas familiares que, aun cuando el hartazgo te colma la paciencia, te hacen sentir que todos, incluso una ciudad peleadora como ésta, se merecen una segunda oportunidad.

Cruzar la Avenida Corrientes a la altura de Reconquista, a las 18:43 de un día cualquiera
mientras una marea de tacones apurados y corbatas de after office me arrastran con inercia hacia colectivos y trenes que se inundan de trajes, portafolios y frentes cansadas
yque ¡de pronto!
una ráfaga de viento suba violenta desde el río obligándome a mirar hacia el oeste
y que sin querer los ojos se me claven en la silueta de un sencillo obelisco
recortado contra un cielo azul brillante salpicado de nubes rosas, de destellos del sol que se apaga pero todavía tiene fuerzas para teñir de naranja ese cielo que anochece
y que todo eso suceda                ahí
justo                                ahí
entre los edificios de la diagonal que se extiende hacia el norte y los bulevares de la avenida más ancha
y que como en un susurro
(en esa sutil pausa que mi cuerpo me impone paralizado ante tanta belleza,
conmovido por saberse el único testigo)
me de cuenta de que esa postal urbana llena de magia
-mitad cemento, mitad universo-
siempre estuvo     ahí
esperándome
esperando que levante la mirada de las baldosas rotas
Y que todo ese azul y todo ese cielo me recuerden
-a pesar de la rutina, el ruido, los desencantos y la anestesia-
que también mi vida está ahí
ocurriendo en ese instante
mientras cruzo la avenida Corrientes
de esta ciudad tan íntima y tan anónima
que se llama Buenos Aires.





18:44




Mi cuerpo reacciona 
camina hasta la plaza
baja las escaleras 
ingresa al túnel 
y viaja. Pero yo…

¿yo?

Yo floto hasta mi casa entre nubes rosas y
Estrellas que se asoman 
todos los días
aunque no las vea.

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