Era de noche aún, y ella levitaba sobre el pasto mojado. Se sentía fuerte, potente, pero contenida. Cuando los primeros rayos del sol le tocaron la piel abrió los ojos, la boca, las fosas, los oídos. Tensó los músculos, erizó lo pelos, expandió el pecho, los poros, las pupilas. Con fuerza expansiva se abrió al mundo y dejó que la habitara. Sin pensarlo, se convirtió en onda y recorrió distancias luminosas en un movimiento rápido y excitado. Contra tantas maravillas se frotó con la intención de penetrarlas, que de pronto se convirtió en llamarada, una fuerza ígnea que consumió todo lo que la rodeaba hasta que solo quedaron cenizas. Toda ella se redujo a un ovillo de brasas incandescentes. Latió hasta enfriarse y transformarse en lago. Replegó cada partícula de su líquida existencia hasta un hueco hondo y agrietado. La libertad área la había consumido hasta casi destruirla. Habitó sus oscuridades frías y acuáticas durante mucho tiempo y en silencio. Tanto se acostumbró a adapt