¿Pueblos grandes o ciudades chicas? Las "capitales" de la
República de Irlanda (Dublin, Cork, Galway) tienen un denominador común: es muy
difícil describirlas. Todas se parecen, pero también tiene un "no sé
qué" que las hace especiales.
De Galway me esperaba un pueblo pesquero y me sorprendió una señora ciudad, llena de movimiento, música y color. A Dublin me la imaginaba ruidosa e indiferente como suelen ser las capitales, pero me descolocó con su aire de familiaridad y de "acá todos nos conocemos".
La jovial y cosmopolita ciudad universitaria de Galway me hostigó con lluvia y vientos arremolinados, y me hizo sentir una extranjera. Dublin, en cambio, me abrazó de buenas a primeras, con cielos azules; y, más tarde, cuando ya nos conocíamos, se animó a acariciarme con gotitas que no mojan y nubes grises que no entristecen.
Dublin me abrió sus puertas de colores, me regaló sus rinconcitos verdes custodiados por poetas poco serios, y me dejó conocerla en la intimidad de una tarde de domingo, con sus ferias y cafecitos, y silencios de siesta. Lo mejor de Dublin es su historia repleta de graciosísimos fracasos y anécdotas que revelan esa inagotable capacidad que tienen los irlandeses de reírse de sí mismos; de iglesias convertidas en bares; de la universidad más prestigiosa financiada por una cervecería; de borrachos que dan misa, y hasta un héroe nacional enterrado en un barril de porter.
De Galway me esperaba un pueblo pesquero y me sorprendió una señora ciudad, llena de movimiento, música y color. A Dublin me la imaginaba ruidosa e indiferente como suelen ser las capitales, pero me descolocó con su aire de familiaridad y de "acá todos nos conocemos".
La jovial y cosmopolita ciudad universitaria de Galway me hostigó con lluvia y vientos arremolinados, y me hizo sentir una extranjera. Dublin, en cambio, me abrazó de buenas a primeras, con cielos azules; y, más tarde, cuando ya nos conocíamos, se animó a acariciarme con gotitas que no mojan y nubes grises que no entristecen.
Dublin me abrió sus puertas de colores, me regaló sus rinconcitos verdes custodiados por poetas poco serios, y me dejó conocerla en la intimidad de una tarde de domingo, con sus ferias y cafecitos, y silencios de siesta. Lo mejor de Dublin es su historia repleta de graciosísimos fracasos y anécdotas que revelan esa inagotable capacidad que tienen los irlandeses de reírse de sí mismos; de iglesias convertidas en bares; de la universidad más prestigiosa financiada por una cervecería; de borrachos que dan misa, y hasta un héroe nacional enterrado en un barril de porter.
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