Me levanto tempranísimo en una habitación mixta donde duermen seis personas, en el único hostel en el inhóspito pero adorable Doolin. Desayuno en silencio. Armo la mochila a oscuras.
A las ocho menos cinco de la mañana salgo afuera. El cielo es gris, el verde más verde, y aunque el día es día desde hace varias horas, el silencio todavía huele a madrugada. Llego a la intersección donde el camino se cruza con la ruta y me detengo a esperar el colectivo local hacia el único destino planificado de mi viaje.
La quietud de la espera la interrumpe una camioneta que aparece desde atrás de una curva. Cuando pasa adelante mío disminuye la velocidad y, en irlandés, el conductor me pregunta:
- Waiting for the bus, love?
- Yes, the 8 am bus-, le digo.
- Ok, I'll be here in 15 minutes-, me responde el conductor de la camioneta que, según parece, también es el conductor del colectivo que espero.
Efectivamente, quince minutos después, un bus anunciado a Limerick se detiene delante mío; su chofer, a esta altura, casi un amigo. Soy la única pasajera.
Otros quince minutos y me deja en la banquina, frente al Centro de Visitantes de los Cliffs of Moher. "No puedo entrar", me explica, "todavía está cerrado, es muy temprano". Le agradezco y me desea un buen día. ¡Como si lo necesitara!
Entonces cruzo la ruta desierta y camino en subida por unas calzadas anchas y vacías hasta las pasarelas que se extienden a lo largo de ocho kilómetros de acantilados.
El Atlántico me recibe con una brisa que se siente como una cálida bienvenida. El océano azulado, infinito. El fin del continente, ahí, a mis pies. Ah, qué maravilla.
Al fondo de esas murallas que se elevan a más de doscientos metros desde las profundidades, el mar corroe la piedra sin pausas desde las costa de américa del norte. El viento sopla imparable. El cielo se carga de luz y de agua. Las paredes de piedra se desnudan lentamente a medida que el sol las acaricia de frente. Los verdes se hacen más verdes, los grises más grises y el paisaje de mar, piedra y horizonte se transforma minuto a minuto, mostrándome todas sus facetas.
¡Fah! Increíble. La naturaleza sin filtros.
Y yo ahí, parada, al borde del abismo.
A las ocho menos cinco de la mañana salgo afuera. El cielo es gris, el verde más verde, y aunque el día es día desde hace varias horas, el silencio todavía huele a madrugada. Llego a la intersección donde el camino se cruza con la ruta y me detengo a esperar el colectivo local hacia el único destino planificado de mi viaje.
La quietud de la espera la interrumpe una camioneta que aparece desde atrás de una curva. Cuando pasa adelante mío disminuye la velocidad y, en irlandés, el conductor me pregunta:
- Waiting for the bus, love?
- Yes, the 8 am bus-, le digo.
- Ok, I'll be here in 15 minutes-, me responde el conductor de la camioneta que, según parece, también es el conductor del colectivo que espero.
Efectivamente, quince minutos después, un bus anunciado a Limerick se detiene delante mío; su chofer, a esta altura, casi un amigo. Soy la única pasajera.
Otros quince minutos y me deja en la banquina, frente al Centro de Visitantes de los Cliffs of Moher. "No puedo entrar", me explica, "todavía está cerrado, es muy temprano". Le agradezco y me desea un buen día. ¡Como si lo necesitara!
Entonces cruzo la ruta desierta y camino en subida por unas calzadas anchas y vacías hasta las pasarelas que se extienden a lo largo de ocho kilómetros de acantilados.
El Atlántico me recibe con una brisa que se siente como una cálida bienvenida. El océano azulado, infinito. El fin del continente, ahí, a mis pies. Ah, qué maravilla.
Al fondo de esas murallas que se elevan a más de doscientos metros desde las profundidades, el mar corroe la piedra sin pausas desde las costa de américa del norte. El viento sopla imparable. El cielo se carga de luz y de agua. Las paredes de piedra se desnudan lentamente a medida que el sol las acaricia de frente. Los verdes se hacen más verdes, los grises más grises y el paisaje de mar, piedra y horizonte se transforma minuto a minuto, mostrándome todas sus facetas.
¡Fah! Increíble. La naturaleza sin filtros.
Y yo ahí, parada, al borde del abismo.
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