Me invita. Me pasa a buscar. Me compra flores. Me abre la puerta. Me ayuda a bajar. Me acerca la silla. Me saca el saco. Me lee la carta. Me pide el trago. Me cuenta de su casa, de su perro, de su trabajo, de sus amigos, de su pasado, de sus parientes, de su auto, de sus viajes, de sus recuerdos de la infancia, de lo que hizo el martes, de lo que hará mañana, de su tía la que está loca, de su amigo el que es de boca, de lo que no hizo el fin de semana, de sus próximas vacaciones, de su jefe, de su vieja, de su hermana, de su ex, de su perro otra vez. Paga la cuenta. Me lleva a mi casa. Me deja en la puerta. Me da un primer beso. Me dice que me llama. Se sube al auto. Se siente un winner. Se va a la casa. Se hace una paja. Se duerme en su cama. Yo subo la escalera, entro a mi casa, dejo la cartera, pongo las flores en agua, me lavo los dientes, me meto en la cama y no me duermo, desvelada, con la garganta seca de tanto no decir nada, una sola pregunta atravesada: - Y a mí... ¿para qué