Considere esta posibilidad:
todas las mañanas usted elije vivir sobre este mundo. Hasta que no apoya los dos pies en el piso de su habitación, usted yace horizontalmente a sesenta centímetros del suelo y habita una realidad paralela (paralela al suelo) que sólo después podrá elegir creer si fue, o no, soñada.
Se despierta y suena la alarma. Despega los párpados, se acostumbra a la luz, gira sobre un lado, suspira despacito, tiene una visión del día que le espera:
la tostada que se quema, el colectivo que no llega, la entrega del informe, el saludo de su socio, ese llamado cuando quede solo, el sabor de un vino decente, el gusto de una boca indecente...
Escucha al gato bajar a ese otro mundo y cruzar la puerta de su habitación, y también escucha el motor de la heladera que se enciende justo cuando usted recuerda que dejó la ropa afuera en una noche de tormenta. Estira el brazo, calcula los minutos, todavía no ha decidido, todavía puede elegir en qué mundo quedarse -pero no lo sabe, o no lo cree, o cree que elije- cuando decide correr las sábanas, doblar las piernas, levantar el torso, refregarse los ojos, sentarse en la cama y abandonar voluntariamente ese paraíso flotante que está a sesenta centímetros del mundo que lo devora.
Se despierta y suena la alarma. Despega los párpados, se acostumbra a la luz, gira sobre un lado, suspira despacito, tiene una visión del día que le espera:
la tostada que se quema, el colectivo que no llega, la entrega del informe, el saludo de su socio, ese llamado cuando quede solo, el sabor de un vino decente, el gusto de una boca indecente...
Escucha al gato bajar a ese otro mundo y cruzar la puerta de su habitación, y también escucha el motor de la heladera que se enciende justo cuando usted recuerda que dejó la ropa afuera en una noche de tormenta. Estira el brazo, calcula los minutos, todavía no ha decidido, todavía puede elegir en qué mundo quedarse -pero no lo sabe, o no lo cree, o cree que elije- cuando decide correr las sábanas, doblar las piernas, levantar el torso, refregarse los ojos, sentarse en la cama y abandonar voluntariamente ese paraíso flotante que está a sesenta centímetros del mundo que lo devora.
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