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Montaña y madriguera

Anoche, por primera vez, dormí sobre la tierra húmeda, debajo de Orión, entre las montañas.

El plan era simple: llegar antes del atardecer, hacer una caminata nocturna, sobrevivir una noche helada y madrugar para ver el amanecer.

Fui profundamente feliz por 18 horas.

Disfruté del viaje sinuoso, del paisaje invernal, la nieve al costado del camino. Viví con entusiasmo el proceso de armar la carpa en medio del descampado, con el sol del atardecer apenas calentando el aire, las sombras largas derritiéndose sobre la tierra helada. Juntamos leña en penumbras, devoramos la cena como si fuera un manjar soso pero caliente. Me pareció insólito usar siete capas de ropa e igual tener frío. Debajo de los guantes, mis dedos sintieron la temperatura caer por debajo de los cero grados. Temí por la noche que avanzaba, pero más tarde, cuando desapareció el sol, me di cuenta de que, en verdad, no tenía miedo y sonreí.
Cuando la oscuridad fue completa, iniciamos la caminata en fila india por el bosque, un amigo adelante, otro atrás, mientras la luz de las linternas rebotaba en la espesa negrura de la noche y se perdía en el silencio. Cada tanto, oíamos las conversaciones de los búhos o veíamos sus ojos grandes mirarnos desde las ramas desnudas de los árboles. Creo, incluso, haber escuchado el aullido largo y penetrante de una loba solitaria.
Mientras subía por el sendero rocoso y sentía el aire helado en la cara, pude ver el vapor del aliento escarcharse debajo de mi nariz. La atmósfera olía limpia, una mezcla de pino y nieve. Caminamos varias horas sin parar, hipnotizados por el frío y el sonido rítmico de nuestros pasos sobre el colchón crujiente de ramas secas y bellotas.

En la cima, la vía láctea se veía nítida y lejana, y millones de estrellas tintinearon hermosas, blancas, casi transparentes, sólo para nosotros. Apoyé la espalda sobre el peñasco, levanté la vista y, ensimismada, con las orejas enterradas dentro de la capucha, me vi empequeñecer ante el universo. Tan grande e infinito él, tan insignificante yo, desde tan minúsculo punto de vista.

Insignificante, minúscula, sí. Pero feliz.

Durante toda esa larga tarde y esa helada madrugada sentí que estaba donde quería estar. Donde siempre, toda mi vida, había querido estar. Y mientras esa idea tan simple rebotaba entre mi pulso acelerado y mi sonrisa helada, me di cuenta de que todo tenía sentido: todos esos años buscando, todos esos aprendizajes dolorosos que me corrieron del eje dejando huellas invisibles y algunas cicatrices, todo había sido necesario para trazar el camino que me llevó a ese momento, a esa montaña, a ese preciso instante cuando el sol se esconde y los dedos se cierran sobre una taza de chocolate caliente. Respirar presente, pasar la noche, abrir los ojos.

Estaba viva.

A pesar de una noche sin dormir abrazada al frío, me levanté energizada en medio de la oscuridad. Los colores del amanecer asomaban pálidos desde las paredes del valle. El sol iba tiñendo todo de naranja, de a poquito, hasta que calentó el aire lo suficiente como para poder doblar los nudillos. Armamos las mochilas con parsimonia y enrollamos las bolsas de dormir sin ganas, estirando los minutos y rebelándonos, obedientes, ante la inminente partida. Cargamos todo en el auto y decidimos hacer una caminata corta para entrar en calor. Ninguno de nosotros quería irse sin antes agradecerle ese amanecer al sol. Anduvimos apenas media hora, cuesta arriba y enfundados en gorros y bufandas. Cuando llegamos a la punta del cerro oriental, los rayos brillaban amarillos y nos acariciaron la frente. Al regresar al descampado, desarmamos la pila de ramas y troncos alrededor de la cual nos habíamos contado historias y confesado algún que otro secreto. Dejamos todo como lo habíamos encontrado. En los últimos minutos, antes de abandonar la cima, pensé:

“Hemos borrado todas las huellas de una noche en la montaña”.

El camino de vuelta fue largo y silencioso. Apoyé la cabeza contra en el vidrio y dejé que la mirada se me perdiera en esa sucesión de manchas parduzcas que formaban una pared sólida e indefinida al costado del camino. Esa gran mancha verdosa había sido, la noche anterior, el límite imaginario entre el bosque y sus misterios, el que habíamos cruzado a oscuras con aprehensión pero sin miedo.

Desde el auto en movimiento, ya no se distinguían las sombras de los búhos ni la del fuego.

En el reflejo empañado de la ventanilla, pude ver cómo las sensaciones de aquella noche se me iban borrando del cuerpo. A medida que subía la temperatura, las vi emerger desde los poros de mi piel y transformarse en haces de luz efímeros que brillaban delante de mis ojos, como una secuencia de fotografías viejas, cuyo único destino es desteñirse en el fondo de un baúl. Eran ejemplares brumosos de esa materia etérea, insensible, de la que están hechos los recuerdos.

Durante las dos horas que nos llevó bajar de la montaña nadie dijo una palabra. Todos teníamos el alma clavada a algún punto lejano y exterior que nos retenía la mirada. En un intento imposible de escapar al entumecedor calor de la calefacción, apoyé los dedos desnudos en el vapor condensado en el vidrio frío, y la silueta de mi mano se llenó de gotitas de agua, como lágrimas. Apoyé la palma en mis mejillas encendidas y, al sentir la superficie fresca y húmeda en mi piel, cerré los ojos y ya no me atreví a abrirlos.

Cuando llegamos al pueblo estaba cansada. Más tarde, durante la cena y rodeada de amigos, el cansancio se convirtió en melancolía. ¿Cómo compartir con ellos que el motivo de mi tristeza venía de antes, de muchísimo antes? ¿Que no tenía nada que ver con los desafíos de estar lejos de casa, sino con esa sensación de que hay algo más ahí afuera, algo que me llama y que me invita, y que se corre como el horizonte, con cada paso, con cada despedida?

Nada, en esa casa ajena, era mío. Las paredes blancas me parecieron grises, comparadas con el recuerdo de la nieve. A la alfombra limpia y suave le faltaba olor a tierra mojada. Los sillones llenos de almohadones me parecieron espejismos traicioneros. Había estado donde quería estar; pero esa tarde de domingo me encontraba en medio de un paisaje al que le faltaba misterio y le sobraban lamparitas.

En esa casa no hacía frío ni se veía el cielo.


***

Esa noche en la montaña helada, a pesar del frío y las horas sin descanso, sentí que había regresado a la madriguera. El paseo por el bosque, de noche y en silencio, me recordó a los laberintos subterráneos en los que el barro y la humedad eran como un manto de niebla tibia; mis amigos de carne y hueso me guiaron por entre los árboles, tal como lo habían hecho mis monstruos cuando la soledad se hacía intolerable. Y el claro en el bosque, en lo alto de la montaña, me devolvió a ese lugar íntimo y sagrado, donde sentirme mínima e insignificante era el mecanismo para reconocerme en el espejo.

***

Esa noche helada, en la cima de la montaña, me sobrevino un desvelo irreparable. Metida en una bolsa de dormir que no abrigaba, muerta de frío y acostada sobre la tierra dura y congelada  recordé quién había sido yo cuatro años antes, y me alegró reconocerme en esa difícil decisión que me proyectó al abismo, a la soledad más tangible.

Mi vida no había sido nunca difícil, pero sí gris, como las paredes de un calabozo. Tuve una infancia repleta de bicicletas y muñecas de trapo, de veranos de pileta o en el mar, y mientras no tuve conciencia de mí misma, fui una criatura bastante creativa y original. Fue después, cuando los veranos dejaron de ser largos y los conocidos se convirtieron en jueces, que me volví gris yo también. Leía mucho, pero había dejado de improvisar canciones. El calabozo se achicó con rapidez y nunca pensé en escapar.

Eso se fue tramando solo, en mis sueños.

Recordé también que, una noche como todas las demás, en compañía de un novio demasiado bueno, soñé que estaba en una esquina familiar y caótica, completamente paralizada, ahogándome en mi angustia, hasta que alguien me extendió una mano y me invitó a salir de ahí. Y yo quería (¡ay cómo quería tomar esa mano y huir!), pero seguí clavada a la vereda, gritando con desesperación: “¡no me dejan, no me dejan!”.

Todavía no recuerdo cómo terminó esa pesadilla, pero sí que la encontré reveladora, y a pesar de los muchos años que me llevó aceptar esa invitación, a la larga, me moví. Nadie notó nada, porque el movimiento estaba hecho de decisiones. La primera fue cortar un velo larguísimo y mojado y empezar a correr. A medida que ganaba velocidad, me fui desprendiendo de todas las máscaras. Nadie me siguió. Nadie me pidió que parara. Corrí hasta caer en el agujero de la madriguera, esa que ya intuía estaba ahí, tapada de maleza, pero que no reconocí hasta que desaparecí de la superficie.

No atiné a frenar la caída.

Cuando llegué al fondo, estaba sola y a oscuras. No sabía qué hacer ni a dónde ir. No sabía por dónde empezar. Me arrastré en los túneles intentando adivinar las bifurcaciones. Durante meses, viví en las oscuridades más mías y conocí los colmillos afilados de todos mis monstruos. Tuve miedo. Me sentí invisible, vacía. Estaba sola.

Había tocado fondo.

Pero también me había equivocado: aunque al fondo no llega la luz, no estaba a oscuras. Y entonces me vi. Mejor dicho, no me vi. Lo que pasó fue que me encontré, muerta de miedo, debajo de una pila de papel mojado y pastoso, donde estaban escritos todos los nombres que me habían dado. Todos los nombres menos el mío. Aprender a decirlo, pronunciar todas sus letras, esa fue la lección.

Quedarme en el fondo fue como habitar un cuarto repleto de espejos.

Mi vida no había sido nunca difícil y ese era el problema. Desde abajo, con el barro hasta las rodillas, las uñas rotas y muerta de sed, lo entendí bien. El confort de la tierra firme y plana me había enmudecido, me había vuelto mezquina y amarga. Inmersa en la rutina, me movía en círculos espiralados que me arrastraban siempre al mismo centro, como un torbellino. Me autoflagelaba por necesitar poco, necesitar menos, desde el sillón del living y con el control remoto en la mano. Fui buena. No di ni me metí en problemas. Caminaba callada y mirando el suelo. Llevaba una vida plácida y correcta. Me ajusté al molde y dejé que otros me dibujaran los contornos. Y mientras tanto, me llenaba de odio y escatimaba alegría.

Abajo, en cambio, no podía ni dormir. Si me quedaba quieta, perdía noción de mí misma. Tuve que abrir los brazos, retroceder, arrastrarme, extenderme, esquivar piedras y raíces. Con el tiempo, me adapté a la oscuridad y al silencio. Aprendí a caminar segura y ya no tropezaba. Acaricié las paredes húmedas con ternura. Empecé a disfrutar de la compañía de mi propia respiración. Los ecos de mis pasos cantaban melodías propias. Las criaturas subterráneas -todavía monstruosas- se me acercaban mansas. A veces, cuando teníamos frío, nos amontonábamos con la espalda contra el suelo, y mirábamos las estrellas que asomaban por el agujero por el que había caído.

En el fondo no fui feliz.
Pero en esa existencia incómoda, por primera vez, me sentí libre.

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