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Invisible

Llegué al café y empujé la puerta de vidrio con todo el peso de mi cuerpo. La caminata a paso porteño me había dejado agotada. Tiré la campera y el saquito en el respaldo de la silla, ese puto exceso de abrigo que ando acarreando, de acá para allá, desde que alguien decidió que es normal que haga frío en noviembre. Si dejo el impermeable en casa, llueve. Si me pongo las botas, la temperatura sube a 33° C en el transcurso de cuarenta minutos y me paso el día con los pies hinchados como dos sapos a punto de reventar. Si salgo con el paraguas en la mochila (el que me compré después de estar empapada dos semanas seguidas y que no he abierto desde entonces), a la pampa húmeda la declaran zona desértica; pero alcanza con que me lo olvide en el sillón del living, para que la ciudad rompa los records Guinness de milímetros llovidos por segundo, justo cuando me tengo que tomar el bondi que tiene la parada a siete cuadras de mi casa.
En la misma silla donde tiré la campera y el saquito que no usé en todo el día, revoleé la cartera con los apuntes de la facu, la notebook del año 2000 que pesa 4 kilos y medio, y que sólo llevo encima por si tengo que hacer la presentación en la reunión de mañana, la muda de ropa en caso de que ocurra un milagro y vaya al gimnasio (cosa que todos sabemos no va a suceder), la agenda de cuero con dos millones de papelitos adentro, porque lo que no anoto me olvido, y el estuche con doscientas boludeces que nunca necesito, pero que por las dudas meto en la cartera, no sea cosa que caiga Martín de sorpresa y yo no tenga un poco de base y rimel para intentar dibujarme una cara que no grite cansancio, aburrimiento o falta de sexo, o me venga justo cuando voy a la obra, en el kilómetro 67 de la ruta 5, o sea, en el medio de la reputa nada.
Son al menos 7 kilos de cosas inútiles que vengo cargando desde Córdoba y Pueyrredón, mientras intento que no se me caiga nada ni me afanen el celular que me asoma en el bolsillo y hago listas mentales de todos los mails que no respondí, porque no tengo tiempo y, además, me chupa un huevo.
Me apuré porque salí tarde y porque no sé circular por esta maldita ciudad de otra manera que no sea a paso aceleradísimo y con cara de culo, sin poder entender la relación causal entre velocidad y mala onda, y sabiendo que jamás podré cambiar ni una cosa ni la otra.
Además, no quería llegar tarde porque cada vez que llego tarde me largás la perorata de lo mucho que vale tu tiempo, lo importante que es el time management, y lo mucho que me va a costar progresar en la vida, si no empiezo a ser más eficiente. Cada vez que me hablás del tiempo yo te miro con cara de mil disculpas y tenés razón, pero en realidad, estoy concentrada en imaginar cómo mi puño se hunde en tu nariz gerard depardieu y te hago saltar la paletas amarillentas con que te mord{es el labio de abajo y me enferma.
Me apuré al pedo, obvio, porque llegué como quince minutos antes y toda transpirada, con la cara desfigurada por el calor y el dedito del pie latiéndome entre las tiras de la sandalia. Pensé en pasar al baño, pero entonces hubiera tenido que recolectar toda las porquerías que acababa de acomodar en la silla, y opté por abanicarme con el menú y esperar a que se me pasara el sofocón.
Fue ahí, en ese preciso momento, que me cayó tu mensajito:
-   Estoy demorado.

Lo que te odié, no tiene nombre. Tuve que forzarme a respirar como me enseñó el profesor de yoga, por la nariz e inflando la panza, a ver si con el calor del pranayama y toda esa cadorcha podía digerir la furia que me nació de adentro y que estaba íntegramente dirigida a vos. No funcionó. En cambio, cuando concentré todo mi ser en la imagen del puño aplastando tu nariz depardieu, entré en un estado meditativo como nunca antes, y así, con los ojos cerrados, completamente focalizada, juro que me fundí con el universo, uno lleno de odio en el que fui feliz por casi cinco minutos. Fue el mozo el que interrumpió mi relajante estado de desequilibrio mental, y ahí fue cuando flasheé mi venganza.
-   Un café extra grande y uno de esos cosos con canela, por favor.

Tomá, forro. Sesenta pesos sale un café espantoso en este local de mierda y lo vas a pagar vos. Si, el café extra grande y el coso ese tan rico y lleno de azúcar que me hiciste probar cuando me trajiste a este cliché de pibe palermo por primera vez, y te hiciste el banana contándome de tus viajes a mochila, mientras pagabas los mocca latte con la Visa de mamá.
Qué buzón me comí con vos, perejil. Me convencí de que tu nariz te hacía exótico y las paletas un poco nerd, pero que en conjunto eras un tipo interesante porque tiraste cinco nombres de ciudades asiáticas y me contaste de unos hongos que te hicieron flashear cuatro días en Hong Kong. Fue mucho más tarde cuando me enteré de que esos fueron los mismos cuatro días en los que te afanaron hasta las ojotas que tenías puestas y tu vieja te pagó el pasaje de vuelta, porque no parabas de llorar y los de la embajada no sabían qué hacer con vos. Lo contaste una noche medio borracho en lo de Julián, en la que bajaste las defensas y confesaste tantas verdades, que me di cuenta de que ya no te importaba nada, ni siquiera caretearla para mantenerme la ilusión.
Al principio, cuando te enganchaba en alguna de tus mentiras, intentabas disimularlo, inventabas alguna coartada o le atribuías tus mariconeadas a algún yankee medio hueco que siempre te encontrabas de casualidad. Yo a veces te creía, pero en general me hacía la boluda y la que no me importaba: al final tus historias eran más divertidas cuánto más las adornabas, y porque la que estaba borracha, generalmente, era yo.
Capaz que ese fue el secreto para aguantarte. El alcohol y la baja autoestima. Porque me humillabas con facilidad y astucia, la mínima necesaria para que una borracha la confundiera con inteligencia y te respondiera con admiración. Es que eras astuto, y yo te quería por eso. Siempre fuiste gracioso y seductor, con ese halo de misterio que yo pensé era propio de un hombre fuerte y seguro, de tipo que va por el mundo sin dar explicaciones ni pidiendo permiso. Me llevó varios años darme cuenta de eras solamente un pobre nabo sin mucho que decir.
A la hora que íbamos a vernos ya me había terminado el rollo de canela y se me había enfriado el café, y ahora, además de toda sudada, me sentía hinchada y como si me hubiera pasado un camión cargado de yunques por encima. Miré la hora y sentí como si el tiempo se hubiera detenido. Esos 15 minutos que pasé tratando de odiarte, fueron como un changüí que me había regalado el universo para recordar por qué, después de casi dos años, había accedido a verte otra vez.
No fue porque me quedaran cosas por decirte o por escuchar. Con vos siempre fue una pérdida de tiempo esperar explicaciones. La primera vez que me metiste los cuernos me ignoraste como a un bicho, prendiste la tele y no me miraste por horas, hasta que te llevé un café y me apoyé en tu hombro mientras me tragaba la bronca. Cuando dejé de limpiarme los mocos, apagaste la tele, me agarraste de la pera y me sonreíste como un dios griego.
-   Ves tontita, llorando no ganas nada. No me hagas preguntas que no te voy a contestar. Ya te lo dije: tenés que usar mejor tu tiempo.
Y yo, no sé por qué, te besé.

Me debatí por preguntarte cuánto te faltaba o por dónde andabas, pero por ese camino nunca había logrado nada. En cambio, te mandé un “OK” y seguí esperando. Afuera, el viento soplaba fuerte y la gente sorbía esa farsa de café, con las caras azuladas hundidas en las pantallitas. Miré el reloj de nuevo, justo cuando el segundero daba en las en punto y el minutero marcaba las y diez.
Una piba me pasó por al lado. No era alta ni baja, linda ni fea, gorda ni flaca. Tenía unos jeans gastados y llevaba zapatillas de lona rojas. El pelo lo tenía todo juntado con invisibles y parecía casi casual. Amagó a sentarse en el asiento de atrás, pero dudó con la mano sobre el respaldo de mi silla, dio vuelta a la mesa y se acomodó en la butaca frente a mí. Dejó la carterita con flecos a su lado y me miró.
El pulso se me aceleró y, por no saber qué hacer, agarré el celular otra vez y escribí “Ya me pedí un café”. Después lo borré y abrí la viborita. Ese juego inútil me bloqueaba los pensamientos con mayor eficacia que un Rivotril. Podía pasarme horas apretando el teclado, arriba y abajo, derecha e izquierda, y no dejar que una sola idea se me dibujara en la frente. Yo le pregunté a Charly, mi profe de yoga, si eso no era una forma de meditación, pero después pensé “qué tarada” y cerré con un “no, ¿no?” y me senté en el borde de la mat. Charly nunca contesta mis preguntas pelotudas, y eso me hace acordar a vos, a tu speech de la eficiencia y se me va el karma a la mierda. A veces, a Charly, no lo puedo ni ver.
A pesar del efecto idiotizador de la viborita, noté que la chica me seguía mirando. Yo intenté disimular, pero la imaginaba observándome, notando la pila de ropa en la silla de al lado, el dedito hinchado amatambrado en la sandalia, la blusa blanca pegada a mis rollos mojados, las gotitas de sudor cayéndome por el costado. La vi juzgándome en silencio; ella, la casual, la de la bandolerita de flecos y las all star rojas, mirando a la gordita transpirada quemarse las neuronas con un Nokia 100, esperando al forro que no tuvo los huevos para decirme que no me quería y prefirió apuñalarme de a poquito hasta que me atreví a dejarlo. La imaginé bajando la mirada con gesto de lástima, de conmiseración, y una sola palabra escapándosele de entre los labios como un suspiro:
-        Pobre...
Quería odiarla. Pero en cambio me hice la brava, levanté la vista y la miré.
Me sonrió.
La hija de remil puta me sonrió re dulce, re bien. Tan casual como la forma en que se inclinó sobre la mesita que nos separaba para agarrar el azúcar. Tan genuina como la forma en que un mechón de pelo se le desprendió de detrás de la oreja y cayó sobre su mejilla. Me sonrió como si yo me lo mereciera, un gesto minúsculo de aprecio, de reconocimiento. Fue como escucharla decir “ahí estás, qué bueno verte”. Eso fue: me sonrió como si me hubiera visto. Pero no a esa versión circunstancial de mí que estaba sentada esa tarde, en ese sillón, tapada de cansancio y años de mal querer: fue como si me hubiera visto a mí, la verdadera yo, la que alguna vez se había mirado al espejo y le había guiñado un ojo al reflejo.
Sin querer, le devolví la sonrisa. Después se me escapó una carcajada y ya no pude parar. Me reí tanto que no podía pensar en los motivos. Me vi de lejos como si estuviera flotando: ahí estaba yo, sentada en ese café, haciendo que esperaba a alguien, la pila de ropa a un costado, el vaso de plástico con mi nombre vacío sobre el apoyabrazo, tapándome la boca con una mano y agarrándome la panza con la otra, matándome de risa frente a una extraña. Oí mi risa llenar todos los espacios vacíos. Era una risa fuerte, linda, como cantada. Y me vi los ojos llenos de lágrimas, esas que lavan el maquillaje y no duelen.
No tardó mucho en tentarse ella también, y así estuvimos las dos, riéndonos un rato sin decirnos nada y, al menos a mí, sin importarme por qué.
Cuando me calmé, atiné a decirle algo. Tenía un ‘gracias’ atrapado entre los labios. Sin embargo, me contuve, sacudí la cabeza y, sin mirarla, me paré. Ella también iba a hablar, pero al ver que le esquivaba los ojos, se interrumpió antes de empezar.
Eran las ocho y veinticuatro. En silencio, con la risa todavía rebotándome en el cuerpo, me arremangué la camisa, junté mis siete kilos de bártulos y me fui sin pagar.

Afuera la brisa me despeinó el flequillo y ya no sentí calor. El verano había llegado, y ahora la noche estaba fresca, el cielo azul intenso y el aire olía a jazmín. Avancé hacia la esquina despacito, con el pelo suelto y mis brazos balanceándose a los costados. Pasé frente a la ventana del local y supe -no lo imaginé-, que la chica de las all star rojas me siguió con la mirada hasta que crucé la calle.

Caminé sin prisa las veinte cuadras que me separaban de casa.

Inflé la panza. Llené mis pulmones de aire. Exhalé.

No sé cuánto tardé en llegar.

Todavía no me acuerdo si pensé en algo ni en qué.

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