A veces extraño, y mucho, a personas que no conocí jamás.
Mi abuela Emma, por ejemplo. Ella se murió muy joven. Yo nací demasiado tarde. De chica me contaron que mi segundo nombre honraba el suyo. De grande, una anécdota de sobremesa me reveló otra verdad: mi abuela detestaba el nombre que le habían dado al nacer y, a fuerza de voluntad y determinación, convenció a todos de que la llamaran por el que se eligió para sí misma.
Mi nombre no era, ni había sido nunca, el suyo.
El eco de la anécdota que me había borrado los comienzos, poco a poco, dejó de encontrar muros dónde perpetuarse. Decidí que era tiempo de hacerlo mío. Empecé a escribir. Fue entonces que comprendí (supe, lo sentí) que había entre nosotras algo más fuerte que un nombre. Yo no había heredado el suyo, es verdad. Pero sí algo más íntimo, más original: una conexión literaria.
Lo que me había quedado de ella no era su nombre: era una historia encerrada en sólo dos sílabas.
E M M A
(me gusta pensar que
intuyendo que no llegaría a conocerme
eligió esas cuatro letras
las más bellas que encontró
para impregnarlas con su magia
y regalármelas
a mí)
las más bellas que encontró
para impregnarlas con su magia
y regalármelas
a mí)
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