En todos los cuentos de mi infancia, soy la que se estaba yendo, la que se había ido, la que se fue.
Desde que me acuerdo que me quiero ir a alguna parte. Y no es que no me guste donde estoy; lo que pasa es que tengo una debilidad por los comienzos: los primeros minutos de una película, las primeras páginas de un libro, los primeros días de clase, el comienzo de un nuevo amor.
Cuando voy, cada paso es el primero.
A pesar de mi obvio favoritismo por todo lo que empieza, las cosas inconclusas me enloquecen. Pienso, muchas veces, que si una historia no tiene un final entonces su comienzo fue un espejismo. Por eso, a las cosas que empiezan, a veces es mejor terminarlas a tiempo.
Cuando voy, cada paso es el primero.
A pesar de mi obvio favoritismo por todo lo que empieza, las cosas inconclusas me enloquecen. Pienso, muchas veces, que si una historia no tiene un final entonces su comienzo fue un espejismo. Por eso, a las cosas que empiezan, a veces es mejor terminarlas a tiempo.
Me gustan las cosas abiertas: las ventanas, los brazos, las cabezas. Cerrar es el verbo que menos me gusta aunque, curiosamente, no me hago historia con los sinónimos de dejar ir (¿será porque tiene un ir en el medio?).
Los verbos son palabras poderosas. Arman y desarman sueños. Cambian actitudes. Pueden, incluso, enamorarte. Un adjetivo bien usado capaz te entretiene un rato, y un adverbio susurrado al oído -lo admito- puede producir movimientos que ni un verbo inventado podría reemplazar. Pero un "quereme", un "te veo", un "ya te olvidé"... ¡Uf! Las conjugaciones pueden cambiarte la vida.
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