Se acortan los tiempos pero se agrandan las distancias.
Se inmediatizan las respuestas, pero también las cancelaciones, los arrepentimientos, las promesas rotas. Proliferan los "después te confirmo", "más tarde te aviso", "al final no voy", los "no me esperes" dichos con un mail que leés al otro día, por un sms que suena cuando ya bajaste del bondi o un llamado al que siempre (siempre) le sobran excusas.
Se liberan las palabras pero se esconden los cuerpos. Ya no hay hojas con manchas de tinta a causa de una lágrima derramada después de escribir un último te extraño, ni tachones rabiosos de una mano envalentonada por un corazón despechado, ni trazos temblorosos y arrugados de quien escribe después de muchos años, preocupado por que la noche le llegue de pronto, sin haber antes confesado esa pequeña estafa que cometió cuando todavía era joven.
La emoción de un sobre blanco, repleto de estampillas y un poco sucio por el trajín de un cruce en barco, no puede ser reemplazada -si es que llega a eso- por un asunto en negrita en un dintel que no es el de ninguna puerta, sino el de una pantalla que puede, incluso, no ser la tuya.
Se acortan los tiempos, sí; pero se extinguen las palabras pensadas, sentidas, hechas poema, escritas con ánimos de ser para siempre. De la mano de la inmediatez viene lo efímero, lo olvidable: una aguja en un pajar virtual. Las palabras de papel, en cambio, tienen esa cualidad que las hace releibles, escondibles, atesorables... trascendentes.
¿Dónde quedan los te amo dichos por chat? ¿Qué pasa con las aventuras compartidas a través de fotos y megustas cuando las contraseñas mueren con sus creadores? ¿De qué se llenan los cajones, los baúles y los escondites secretos, cuya única finalidad es la de ser abiertos por curiosos de otra generación, ávidos de historias de tiempos pasados?
No se trata de elegir uno u otro. La comunicación es un milagro, una casualidad, una ficción.
Pero... ¡qué se yo! A mí, los cuentos, me gusta buscarlos en la biblioteca, no en Google.
Se inmediatizan las respuestas, pero también las cancelaciones, los arrepentimientos, las promesas rotas. Proliferan los "después te confirmo", "más tarde te aviso", "al final no voy", los "no me esperes" dichos con un mail que leés al otro día, por un sms que suena cuando ya bajaste del bondi o un llamado al que siempre (siempre) le sobran excusas.
Se liberan las palabras pero se esconden los cuerpos. Ya no hay hojas con manchas de tinta a causa de una lágrima derramada después de escribir un último te extraño, ni tachones rabiosos de una mano envalentonada por un corazón despechado, ni trazos temblorosos y arrugados de quien escribe después de muchos años, preocupado por que la noche le llegue de pronto, sin haber antes confesado esa pequeña estafa que cometió cuando todavía era joven.
La emoción de un sobre blanco, repleto de estampillas y un poco sucio por el trajín de un cruce en barco, no puede ser reemplazada -si es que llega a eso- por un asunto en negrita en un dintel que no es el de ninguna puerta, sino el de una pantalla que puede, incluso, no ser la tuya.
Se acortan los tiempos, sí; pero se extinguen las palabras pensadas, sentidas, hechas poema, escritas con ánimos de ser para siempre. De la mano de la inmediatez viene lo efímero, lo olvidable: una aguja en un pajar virtual. Las palabras de papel, en cambio, tienen esa cualidad que las hace releibles, escondibles, atesorables... trascendentes.
¿Dónde quedan los te amo dichos por chat? ¿Qué pasa con las aventuras compartidas a través de fotos y megustas cuando las contraseñas mueren con sus creadores? ¿De qué se llenan los cajones, los baúles y los escondites secretos, cuya única finalidad es la de ser abiertos por curiosos de otra generación, ávidos de historias de tiempos pasados?
No se trata de elegir uno u otro. La comunicación es un milagro, una casualidad, una ficción.
Pero... ¡qué se yo! A mí, los cuentos, me gusta buscarlos en la biblioteca, no en Google.
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